Disfruta de Cabo de Gata

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Parque Natural de Cabo de Gata - Níjar

Cabo de Gata. Desierto con aroma a mar

Las tierras del Cabo de Gata almeriense se formaron con la última erupción volcánica que tuvo lugar en la península Ibérica. El magma, el mar, el desierto y el paso del tiempo han modelado un espectacular horizonte que no dejará indiferente al viajero.

 

Un paisaje a medio camino entre el desierto de Arizona y la Luna. Eso es lo que ve el visitante cuando llega a Cabo de Gata. Las negras lomas volcánicas desgastadas por el tiempo nos recordarán más de una película. Pero si además de guiarnos por la vista lo hacemos por el olfato, no tardaremos en reconocer el olor a salitre. Desde cualquier atalaya, el mar nos recuer­da su presencia y acaba por someter hasta el último gra­no de la oscura arena de este desierto con aroma a mar. Y es que lo primero que llama la atención de este lugar es el poderoso colorido de sus tierras. La paleta de colores va desde el más intenso negro de los antiquísimos conos volcánicos hasta el blanco de la arena de algunas de sus playas, pasando por los ocres y amarillos de los valles. Este trocito de tierra del oriente andaluz, cercado por el mar de plásticos de la agricultura intensiva del cercano El Ejido y por el desarrollo urbanístico, resiste como uno de los enclaves mejor conservados del litoral mediterráneo. La eterna sequía que azota esta dura tierra le otorga una vegetación más propia del norte de África que de la pe­nínsula Ibérica. Por los acantilados sobrevuelan las águilas pescadoras o la gaviota de adouín. Aquí todavía es posible recrearse con el olor a pueblo pegado a la orilla del mar. Las playas están salpicadas de pequeños negocios montados por los primeros extranjeros que visitaron la zona. En San Pedro o en Aguamarga, las señoras vestidas de negro se mezclan con una pequeña comunidad neohippie que ha encontrado aquí su tierra prometida.

 

CAMINO AL PARAÍSO

San José es el centro neurálgico del Cabo de Gata. Los pisos nuevos y los hoteles se mezclan con las casas encaladas de ventanas azules que recuerdan que fue un pueblo pes­quero. Desde allí podemos acceder a dos de los últimos paraísos del Mediterráneo: la playa del Mónsul y la de los Genoveses, en cuya ensenada se grabaron secuencias de Lawrence de Arabia y de Indiana Jones. En la playa de Los Escullos, la erosión del viento ha dibujado perfiles fantas­magóricos en las rocas. Hay una antigua fortaleza que do­mina el único montículo sobre la orilla: el castillo de San Felipe. A tan sólo dos kilómetros por la costa, está la Isleta del Moro, una aldea de pescadores trabada a un oscuro islote volcánico que se adentra en el mar.

Siguiendo la carretera hacia el interior, llegamos al antiguo pueblo minero de Rodalquilar, que mantiene un cierto sabor a poblado del viejo Oeste, ya que las minas de oro se explotaron aquí hasta los años 60. Hoy, nume­rosos artistas se inspiran en la luz y los paisajes del lugar, al que aportan un peculiar toque bohemio.

Muy cerca está el bello pueblo de Las Negras, cuyo nombre guarda una curiosa historia. Cuentan que en un accidente en la mar murieron todos los pescadores de la cala de San Pedro, dejando viudas a sus mujeres. Éstas, vestidas de luto, fueron poblando la zona, que to­dos empezaron a llamar “de las negras”. A pie de playa encontramos un centro de buceo que hará las delicias de los amantes del submarinismo, debido a la composición rocosa del fondo y la claridad de sus aguas. En Mónsul podemos disfrutar de esta belleza a un metro de profun­didad. Pero será entre los cinco y los 20 donde los más experimentados disfrutarán de un espectáculo único: las praderas de posidonia en todo su esplendor.

LLegando ya al final de nuestro recorrido, en el límite sur del Parque Natural nos topamos con el faro de Cabo de Gata. Se trata del punto más suroriental de la penín­sula Ibérica, erigido en 1861 sobre las ruinas del castillo de San Francisco de Paula. Este faro sirvió de guía du­rante años para los barcos que salían del Mediterráneo buscando el Estrecho. Si es por la tarde, oliendo a salitre y a manzanilla, contemplaremos desde aquí cómo el sol se apaga para iluminar lentamente las salinas de La Fabriquilla, donde reposan los flamencos.

(Fuente: PUBLI.TRANSMEDITERRANEA)

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